Mi blog

Pues sí, después de mucho pensármelo, finalmente he decidido crear un blog, uno pequeñito, una mota de polvo en el universo de bytes que recorre la red, un nuevo grano de arena en un inmenso desierto de infinitas posibilidades. Mi blog, en definitiva.

Y, ¿por qué burbujas de tiempo? Pues porque nos encontramos en una sociedad en la que el tiempo se  nos escapa como esas iridiscentes burbujas que de pequeños hacíamos con jabón, rompiéndose en una nubecilla de agua que nos hacía sonreír. En este blog solo pretendo ir escribiendo, de tanto en tanto,  alguna de esas burbujas, breves y efímeras, que nos hagan olvidar por unos momentos nuestra cotidianidad.

Espero que os guste. Sed todos y todas bienvenid@s.

Feliz año 2017 y Burbujas de relatos: Bajo Tierra (parte 2ª - Final)

Os lo debía. Sí, reconozco que el blog se me atraganta, me cuesta seguirlo con dedicación, pero no por eso quiero abandonarlo, o dejarlo que se extinga. Así que hoy, último día del año 2016, os hago un pequeño regalo, la segunda y última parte de mi relato "Bajo Tierra". Antes de eso, no obstante, querría hacer un breve resumen de mi año.

No puedo quejarme. Sería un egoísta si lo hiciera. He publicado dos libros "Pétalos de acero" y "Juguetes rotos" con dos editoriales diferentes: Hermenaute y Dilatando Mentes, y en ambas me han tratado genial a mí y a mis hijos literarios. Las reseñas de ambas novelas siguen llegando, y la mayoría de ellas son buenas o excelentes, qué más puedo pedir. Aún tiene un recorrido que seguir y deseo que sea lo más amable posible.

He realizado muchas presentaciones, he conocido a muchos colegas escritores que me han aceptado rápidamente en su grupo y en las redes sociales, todos ellos magníficas personas que se esfuerzan cada día en sacar adelante su sueño y en ir publicando sus historias de la mejor forma posible, a pesar de las dificultades del camino.

En abril de 2018 ya tengo el compromiso de una nueva novela que será publicada, y en este 2017 que empieza, año del Gallo en el horóscopo chino (y que es el mío, pues 1969 también lo era), trabajaré para poder sacar adelante algún proyecto más. Tan solo le pido a estos nuevos 365 días que mañana darán inicio, como la mayoría de nosotros, que nos dé salud y fuerzas, y que sea generoso y benevolente para poder hacer posibles nuestros sueños.

Así pues, celebrad con vuestras familias la nueva entrada del año. Y os dejo con una frase de Victor Hugo que resume lo que pienso del futuro, un camino que debemos forjar poco a poco:

"El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes es la oportunidad" 






Bajo Tierra (2ª parte - Final)


     Uno de aquellos misteriosos individuos se llamaba Andrés Márquez, y era Jefe de Logística y Materiales de la Dirección General de Seguridad e Interior. Su acompañante, Alonso del Valle, se presentó como inspector del Área de Inspección del Transporte de la Comunidad de Madrid dependiente de la Subdirección General de Transportes de la Consejería de Transportes, Infraestructura y Vivienda.
     Conociendo bien el funcionamiento de la Administración pública, me alarmé de que un par de tecnócratas se acercaran a la universidad a pedir asesoramiento. No era en modo alguno habitual. Sin embargo, no tardaría demasiado en averiguar que no sólo era eso lo que querían.
     Pidiéndoles disculpas por mi frío recibimiento inicial, ya que no soporto ser interrumpido cuando trabajo, despejé un par de sillas de papeles para que los dos hombres pudieran sentarse. Acto seguido, Andrés Márquez se apresuró a explicarme una historia cuyos derroteros me hicieron recolocarme inquieto en mi asiento un par de veces.
     La Comunidad de Madrid, años atrás, había solicitado un estudio de viabilidad para la construcción de una nueva línea de metro en el cercano municipio de Fuenlabrada. La villa, situada al sur del borde externo del área metropolitana de Madrid, era una de las poblaciones limítrofes con la capital que más había crecido en los últimos treinta años, pasando de dos mil habitantes en la década de los 70 a casi doscientos mil en la actualidad. El primigenio pueblo se había transformado en una potente urbe prácticamente autónoma que disponía de un hospital, sede universitaria y servicios de todo tipo. En especial, el transporte había sido uno de los puntos en los que mayor cantidad de medios se había invertido, ya que era habitual que los habitantes de la población, de una media de edad muy joven, tuviera que desplazarse a trabajar al mismo Madrid o alrededores. Como consecuencia de ello, Fuenlabrada disponía de estación de tren propia y la línea 12 del metro, Metrosur, tenía en el municipio unas cuantas paradas que comenzaban a quedarse escasas.
     Tras un concienzudo estudio, y la salida a concurso público del proyecto, la empresa Arkham Unlimited se había hecho con el proyecto de construcción de la línea de metro que uniría las estaciones de Fuenlabrada Central y Puerta del Sur, en Alcorcón, evitando la circunvalación de la línea 12, y uniendo ésta con la 10, creando una vía rápida de acceso con el centro de la capital.
     Se había requerido de mucho tiempo y papeleo para lograrlo, pero hacía unos meses Arkham había podido empezar al fin las excavaciones utilizando un innovador sistema de construcción que combinaba el llamado Método Tradicional de Madrid o Método Belga, con la utilización de una máquina tuneladora ideada por la propia Arkham, gracias a la cual podrían avanzarse las obras año y medio respecto al resto de empresas competidoras en el concurso.
     Así pues, partiendo de unos terrenos cercanos a la estación de Fuenlabrada Central y tras abrir una pequeña galería en clave mediante máquinas excavadoras apoyadas por operarios y una legión de obreros, se fue ensanchando el túnel, protegiendo y entibando el frente, permitiendo hormigonar con carros de encofrado móviles la estructura de apeo que daba forma a la bóveda principal. Una vez hormigonada, se pasó a realizar la excavación en destroza, y así el túnel fue avanzando en su fase inicial sin poner en riesgo a los trabajadores.
     Durante los dos primeros meses, los más complicados, no hubo ningún problema, pero cuando Arkham se decidió a usar su nueva tuneladora topo de Equilibrado de Presión del Terreno o EPB, basada en el diseño de la archiconocida tuneladora Robbins, sucedió un acontecimiento tan insólito como sorprendente.
     La EPB había sido ideada para perforar terrenos blandos, con lo que su frente no tuvo dificultades en abrirse paso a través del subsuelo que se encontraba entre ambas estaciones formado principalmente por las llamadas facies Madrid, compuestas de arcosas feldespáticas procedentes de los relieves graníticos y metamórficos de la zona, así como de margas y materiales calizos y yesosos. Y así fue, al menos al principio.
     Según Márquez, la fantástica máquina diseñada por Arkham disponía de un escudo articulado sellado contra la presión de avenidas de aguas de hasta 10 bares y, además, su forma controlaba la estabilidad del túnel y los asentamientos en superficie mediante el ajuste de la presión en el interior de la cabeza de corte con la externa a la que estaba sometida. A eso había que añadir que la tuneladora construía el revestimiento prefabricado del túnel secuencialmente después de cada avance, configurando una barrera contra la fuerza del terreno y evitando de ese modo posibles derrumbamientos accidentales. En definitiva, una obra maestra de la ingeniería que podía superar en rendimiento, combinándola con el método tradicional, los más de 1100 metros al mes. Teniendo en cuenta que la distancia entre Fuenlabrada y Alcorcón era de unos diez kilómetros, Arkham tenía previsto finalizar el túnel de conexión en poco menos de un año.
     Sin embargo, todo se había truncado hacía una semana, cuando la tuneladora había estado a punto de caer –sí, sí, de caer- al ceder el terreno que estaba perforando.
     Fruncí el ceño, incrédulo. El Jefe de Logística y Materiales me miró impasiblemente y siguió refiriéndome la mayúscula sorpresa que se habían llevado cuando, al retirar la máquina y acercarse los operarios, técnicos e ingenieros, descubrieron que, de forma incomprensible, bajo sus pies se abría una profunda grieta de unos cuatro metros de anchura que daba acceso a una oquedad subterránea aún más profunda, tan profunda que no podía verse el fondo a simple vista, la luz de las linternas devorada por la oscuridad que se abría ante ellos.
     Los técnicos llegaron a la unánime conclusión de que debía tratarse de un pequeño fenómeno geológico no controlado. Para asegurarse, y antes de sortear la zona y seguir con la acción de la tuneladora, Arkham Unlimited se decidió a utilizar sofisticados robots arácnidos, cuyas cámaras reportaron unos datos reveladores y todavía más increíbles de lo que habían supuesto. Durante un día entero, los obreros trabajaron desescombrando la grieta y descubrieron que esta no era tal, sino que el estrato rocoso que se había formado sobre aquella entrada subterránea, quizás hacía siglos o milenios, no era más que una especie de costra sedimentaria en forma de tapadera de aproximadamente un metro de espesor que había cedido bajo el peso de la tuneladora. Tras ella se adivinaba algo semejante a una rampa que descendía hacía el interior del subsuelo, perdiéndose entre las tinieblas. Haciendo gala de la tecnología más puntera de la que disponía la empresa, sus responsables enviaron un par de drones equipados con focos, sistemas de transmisión de datos y cámaras de resolución infrarroja y 4K con intención de averiguar lo que realmente se escondía en aquella fisura del terreno.
     Fue entonces cuando Alonso del Valle sacó de su portafolio un Ipad al que me pidió que prestara suma atención. En la tableta se reprodujo el video que uno de los drones había logrado grabar, pues el otro, según explicó Márquez, se había destrozado al chocar contra una de las paredes laterales de piedra a los pocos minutos del descenso. Con intrigante y creciente interés contemplé las imágenes, las cuales inicialmente no fueron más que una continua y nerviosa sucesión de sombras que se retorcían y danzaban alocadamente, atropellados retazos de rocas y estratos que vibraban emitiendo fulgurantes destellos en la pantalla. Poco a poco, el dron pareció estabilizarse y el video comenzó a mostrar una galería o túnel descendente en el que se intuía la rampa a la que habían hecho referencia los obreros y que, por mucho que en mi fuero más interno lo deseara, era obvio que no podía tratarse de un fenómeno que la Madre Naturaleza hubiera podido crear por sí misma. El video parecía editado, pues se produjeron algunos saltos en la imagen que me llamaron la atención, aunque preferí no decir nada. De pronto, mi cara debió pasar de la sorpresa a la incredulidad cuando la cámara del dron enfocó lo que parecía el final de aquel angosto recorrido, mostrando una gran arcada con arquivoltas sustentadas en retorcidos pilares de composición y aspecto indefinido, casi orgánico, a cuyo alrededor pude intuir escritos unos misteriosos símbolos que parecían reflejar la luz intensamente y que no tenían semejanza a escritura alguna creada por el hombre, al menos que yo conociese. La imagen había sido tan rápida y deslavazada que no pude saber si mi mente había construido un extraño artificio o bien lo que habían visto mis ojos era ciertamente real. No obstante, lo peor faltaba por llegar. Los últimos cinco o seis segundos antes de que se perdiera la señal con el dron de Arkham me revelaron, entre fragmentos de grabación entrecortados, algo que se hallaba tras el umbral de la puerta y que definitivamente escapaba a toda comprensión humana. De repente, el video se interrumpía con brusquedad. Durante unos instantes me quedé mirando estúpidamente la pantalla de la tablet virada en negro, reflejando mi descompuesto rostro en ella.
     Reconozco que perdí los estribos y estuve a punto de echar a Márquez y a del Valle fuera del despacho con una patada en sus estirados traseros, sin dejar de increparles sobre el tiempo que me habían hecho perder con una broma como aquella, seguramente gracias a la petición de alguno de mis graciosos colegas que debía haberme escuchado opinar en algún foro que odiaba los programas de cámara oculta.
     Tras esperar a que me calmara, Andrés Márquez me dio su palabra de que no se trataba de ninguna broma de mal gusto. El video era real, y su visita tenía como propósito ofrecerme la posibilidad de formar parte de una pequeña expedición al interior de aquella misteriosa galería horadada en el subsuelo madrileño hacía más de cien millones de años, según los resultados de la datación cronológica que se había obtenido de las muestras de rocas y sedimentos recogidos por los robots, y que posteriormente habían sido analizadas mediante la técnica del carbono-14, pruebas de Termolumiscencia e incluso sometidas al AMS o acelerador de Espectrometría de Masas del Sincrotrón ALBA ubicado en la Universidad Autónoma de Barcelona, en Bellaterra.
     Abrumado por la sinceridad que acompañaba las palabras del funcionario del Ministerio del Interior, me dejé caer en mi silla y sentí un profundo vértigo y, a la vez, una desconcertante sensación de vacío espiritual. Porque si lo que acababa de ver era real, si lo que mis ojos habían intuido entre aquella marabunta de claroscuros digitales era cierto, quizás estuviéramos enfrentándonos a una desconocida amenaza que podría poner en peligro el sentido mismo de nuestra existencia.

***

     Márquez y del Valle me custodiaron fuera de la facultad hasta un gran coche negro oficial donde un chófer con aspecto de guardaespaldas nos estaba esperando. Y es que no tuve demasiadas oportunidades de oponerme a su petición tras poner encima de mi mesa dos cheques de Arkham Unlimited: uno por mis futuros servicios y el otro en forma de donación para el departamento de la universidad al que yo pertenecía. Una oferta imposible de rechazar. Si bien, estoy prácticamente seguro de que, aún no habiéndome ofrecido aquel dinero, hubiera aceptado así mismo su ofrecimiento. Y es que el video que acababa de ver, y lo que me habían revelado aquellos funcionarios, había hecho crecer en mi interior una nerviosa semilla de curiosidad. Sí, curiosidad y miedo, un miedo atávico e incomprensible que ya sólo podría vencer siendo personalmente testigo de aquello que el dron de la empresa Arkham había grabado segundos antes de dejar de funcionar.
     El automóvil nos llevó hasta la base de las obras del metro, situada al suroeste del Parque Polvoranca, en las coordenadas 40º19’04” de latitud norte y 3º48’20” de longitud oeste según el GPS de mi móvil, en unos terrenos pertenecientes a Leganés prácticamente equidistantes a los otros dos municipios implicados en el proyecto. Se trataba de una zona deshabitada constituida por extensos campos de cultivos, idónea para establecer la central funcional de Arkham Unlimited desde la que los ingenieros y técnicos podían controlar al detalle las obras que se desarrollaban bajo el subsuelo. El complejo, formado por varios edificios prefabricados, había sido rodeado por un perímetro de vallas metálicas de unos tres metros de altura con el fin de evitar la molesta presencia de curiosos por la zona. Dentro del recinto no se observaba demasiado movimiento, así que supuse que éste debía encontrarse bajo la superficie, donde las excavadoras y los obreros habían estado trabajando a marchas forzadas hasta el incidente de la tuneladora.
     El chófer, un individuo serio y circunspecto, condujo el automóvil hasta un funcional edificio de dos plantas en cuya fachada principal se visualizaba claramente el símbolo de la empresa: unas gigantescas A y U de color amarillo sobre un fondo circular azul oscuro. Márquez y yo descendimos del coche, pero del Valle, su compañero, no lo hizo alegando cuestiones de trabajo y, tras despedirse, se alejó en dirección a Madrid, visiblemente aliviado por no tener que quedarse, algo que no me resultó particularmente tranquilizador.
     El edificio al que me condujo el Jefe de Logística y Materiales era amplio, tecnológicamente muy avanzado, aunque su diseño minimalista le confería un ambiente frío y poco acogedor. En la recepción, una guapa joven nos informó que nos estaban esperando en la Sala Miskatonic. Mientras nos dirigíamos hacia ella, observé con recelo como, desde una garita transparente repleta de monitores del circuito cerrado, un individuo de la Seguridad de la empresa del tamaño de un coloso siguió detenidamente nuestros movimientos.
     La Sala Miskatonic era una espectacular estancia ocupada en su espacio central por una larga mesa de reuniones. Tenues rayos de luz de un tímido sol atravesaban las cortinillas metálicas que cubrían el enorme ventanal que era una de las paredes de la sala. Alrededor de la mesa estaban sentadas ya varias personas y, en su extremo más alejado de la puerta, de pie, nos recibió la imponente presencia de un hombre delgado, alto, vestido con traje a medida y corbata, de unos cuarenta y tantos años, que, al vernos entrar, se nos acercó luciendo una sonrisa de impresionantes dientes blancos. Me fue presentado como Ammie Pierce, el director de la sucursal en España de Arkham Unlimited. A pesar de ser originario de Boston, en Nueva Inglaterra, sus viajes alrededor del mundo le habían obligado a aprender diversas lenguas, entre las que se encontraba el español, que había perfeccionado tras extensas estancias en Argentina y Chile, donde su empresa también había construido alguna que otra línea de tren y metro. Pierce, amable y educado, me estrechó la mano con un apretón fuerte y enérgico, y me invitó a sentarme junto al resto de los asistentes. A sus espaldas, dispuesto en una pared forrada con la misma lujosa madera que la mesa, se hallaba colgado de nuevo el omnipresente logotipo azul y amarillo de la empresa.
     Ammie Pierce no necesitó más de cinco minutos para resumir el por qué habíamos sido convocados allí, pues cada uno de los presentes había recibido previamente la visita de un funcionario, un técnico o un especialista de Arkham, el cual les había explicado la situación con precisión y detalle. Eso, en lugar de transmitir tranquilidad, había favorecido la aparición de cierta tensión entre nosotros, como si estuviéramos a punto de presenciar un acontecimiento que podría cambiar nuestra vidas… o destruirlas para siempre. Ammie Pierce presentó con diligencia a cada uno de los miembros reclutados para la misión: Howard Phillips, especialista en Historia Antigua y espeleólogo profesional; María Magariños de Morentín, especialista en Semiótica; Alfredo García, catedrático de Geología; Tadeo Martín, doctor en Zoología; Ana Balasch, reconocida arqueóloga y paleontóloga que habitualmente colaboraba con el Instituto Catalán de Paleontología Miquel Crusafont, y yo mismo. Estaba claro que su empresa no reparaba en gastos y que se jugaba mucho en un proyecto que, en aquellos instantes, debido a su inactividad les estaba haciendo perder grandes cantidades de dinero.
     El señor Pierce expuso claramente lo que necesitaba de ellos, sin contemplaciones, a bocajarro. Quería que aquel heterogéneo grupo de especialistas estudiara y emitiera un informe a cerca de la tipología de lo hallado por sus drones. Hasta que no se confeccionara dicho informe, la Comunidad de Madrid no permitiría a Arkham Unlimited tapar la grieta y continuar las obras del metro. Con esas directrices, se había preparado todo para que aquella misma tarde, nosotros seis y un miembro de la Seguridad de la empresa, descendiéramos por donde lo habían hecho los robots con el fin de recopilar datos in situ con los que elaborar un detallado documento que permitiera dar carpetazo definitivamente al tema y seguir con las excavaciones.
     Los que allí estábamos intercambiamos nuestras miradas. Fue desasosegante ver en cada una de ellas lo mismo que corroía mis entrañas. Y es que, en realidad, todos sabíamos que lo que casualmente había descubierto la tuneladora no era normal, no era natural, no era razonable, y el absoluto y pesado silencio que cayó sobre nosotros cuando Pierce acabó de exponer la situación solo sirvió para refrendar nuestras temibles suposiciones.
     Márquez, a mi lado, se agitó en su silla, incómodo, como sí pudiera detectar las oscuras vibraciones que emanaban de aquella siniestra alianza.
     Segundos después, la reunión se daba por concluida.

***

     Pasadas las cuatro comenzamos a descender los primeros metros de la desconcertante rampa excavada en las profundidades, hundiéndonos en un abismo de negrura insondable que, por fortuna, los potentes focos acoplados a nuestros trajes deshacían como el dedo luminoso de un salvador faro desgarrando una tormenta.
     Nos acompañaba Robert Gardner, el Jefe de Seguridad de Arkham, quien resultó ser un individuo con aspecto de marine sumamente profesional y de carácter afable, lo que sirvió para contrarrestar los nervios que se habían aferrado a nuestros estómagos como las garras de una bestia insaciable y desconocida.
     Una hora antes nos habían pertrechado con unos trajes autónomos, livianos y muy flexibles, que nos proporcionaban gran maniobrabilidad de movimientos. Una especie de casco cubría nuestras cabezas y a él se conectaban los tubos de un pequeño depósito de oxígeno con forma de petaca que portábamos a las espaldas. Gardner, al ver nuestros rostros de preocupación, nos tranquilizó informándonos que los análisis realizados por los robots señalaban que el aire era respirable en el interior de la grieta y que, además, contábamos con los sistemas de extracción de gases colocados a lo largo de toda la infraestructura del túnel principal. No obstante, el señor Pierce no había querido dejar nada al azar, y menos aún arriesgarse a que la repentina aparición de metano, dióxido de carbono o nitrógeno producidos por los estratos inferiores pudiera reducir nuestra calidad del aire al estar alejados de la superficie.
     Los trajes, tan finos como una piel, habían sido diseñados con sistemas de termorregulación y un nuevo tejido inteligente capaz de soportar bruscas variaciones de temperaturas durante breves periodos de tiempo, en caso de emergencia. Por otro lado, cámaras de alta resolución, giroscopios ópticos y sistemas de comunicación incorporados a lo largo y ancho de aquella membrana protectora nos mantendrían en contacto permanente con la base situada en la superficie, donde Pierce, Márquez y un numeroso grupo de técnicos de Arkham seguirían nuestro paseo desde la Sala de Control con todo detalle. Sin dilación, y tras las últimas comprobaciones, iniciamos el descenso de la rampa.
     Avanzamos rápido, sin dificultades, ya que la galería tenía unos increíbles dos metros y medio de altura, lo que nos permitía caminar erguidos, sin necesidad de inclinarnos o agacharnos. La luz de nuestros potentes focos y linternas resbalaba por las paredes excavadas hacía siglos devolviéndonos un entorno enrarecido y fantasmagórico. Éramos cosmonautas subterráneos conquistando un mundo nunca antes explorado por el hombre.
     Gardner se erigió de forma natural en nuestro líder, abriendo la cabeza del grupo, diligente, guiándonos en silencio, dando cada paso con cautela, nuestros pies hundiéndose en los restos erosionados de las paredes y arenas que se habían acumulado a lo largo de los siglos en aquella rampa de incierto origen que me hizo rememorar las utilizadas en la construcción de las grandes pirámides egipcias. Alfredo García, el geólogo, rompió el aterrador mutismo que nos envolvía a través de nuestros sistemas de comunicación explicándonos que los estratos sedimentarios que atravesábamos se correspondían coherentemente con la composición arcósica del cercano Sistema Central. Los minerales más abundantes en aquella zona estratigráfica eran los filosilicatos, seguidos de feldespatos, originando niveles de arcosas arcillosas típicas de la alteración y transporte de sedimentos producidos a partir de granitos. Fue sorprendente descubrir incrustados entre ellos restos paleontológicos de vertebrados que Ana Balasch se apresuró a datar en el Mioceno. Según nos comentó, aquel tipo de fósiles eran muy abundantes en la zona en la que nos encontrábamos.
     Pronto, las arcillas fueron dejando paso a estratos mezclados con roca madre, y abandonamos los terrenos más accesibles para alcanzar otros mucho más profundos que nos hundieron sin remisión en los períodos más remotos del planeta.
     Regresó el silencio, apenas truncado por nuestras agitadas respiraciones; un silencio que era todavía mucho más opresivo y terrible por lo que significaba. Volvía a nuestros pensamientos el sinsentido del cual estábamos siendo testigos, y el miedo a las respuestas para las preguntas que se amontonaban en nuestras cabezas: ¿Quién podía haber construido aquella rampa? ¿Con qué inaudita tecnología? ¿En qué momento de la historia del planeta? Lo que parecía claro era que no había sido el hombre. Pero, ¿si no habían sido nuestros más primigenios antepasados, quién lo había hecho? Y es que, con cada metro recorrido, más se asentaba en nuestra mente racional la absurda idea de que estábamos siento testigos de un sueño, de una surreal alucinación que nos sumergía sin remisión en los infiernos más desconocidos de la historia, alejándonos peligrosamente de la seguridad del exterior, devolviéndonos a una época tan lejana a la del inicio de la humanidad que ninguna idea razonable podía salir de nuestras bocas.
     Tras recorrer casi quinientos metros de descenso continuo, con una inclinación que torturaba las rodillas y los músculos de nuestras piernas, Gardner nos hizo saber, con un inequívoco alivio en la voz, que ésta disminuía. Suspiramos, deshaciéndonos ligeramente de la angustiosa carga nerviosa que atenazaba nuestras costillas. No obstante, la felicidad duró muy poco, pues si bien el ángulo de bajada era evidente que se había reducido, el túnel no finalizaba, sino que continuaba perforando el frente hacia delante, siguiendo, según el inclinómetro y los giroscopios, una trayectoria en dirección norte más o menos paralela a la de la superficie. Nuestros ánimos, tras casi dos horas de paseo subterráneo, decayeron estrepitosamente. No habiendo sufrido nunca de claustrofobia, en aquellos instantes, pensar en los miles de toneladas de piedra, roca y tierra que teníamos sobre nuestras cabezas me producía un vertiginoso mareo que me revolvía el estómago. Éramos como pequeñas hormigas deambulando erráticamente en el interior de un gigantesco hormiguero ante la expectante y cruel mirada de un ignoto ser que se regocijara observando nuestros más profundos miedos. Intenté retirar con rapidez aquella perturbadora idea de mi cabeza, aunque no pude deshacerme de ella totalmente hasta que, poco después, un nuevo y singular suceso crispó de nuevo nuestros nervios.
     Habíamos recorrido otros ciento veinte metros cuando empezamos a oír extraños crujidos bajo nuestros pies, un sonido como de ramas quebrándose. Cuando los focos de los trajes iluminaron el suelo, el terror se apoderó de nosotros. El ruido lo generaban las suelas de nuestras botas que, habiendo dejado de hundirse en una silenciosa capa de pulverizados sedimentos rocosos, lo hacían ahora en un manto de restos óseos que se rompían con nuestros pasos como si se trataran de millones de caparazones resecos de insectos muertos. Decenas, centenares, miles de pedazos de indescriptibles estructuras óseas formaban una macabra alfombra, tan mortecina y pálida como los carroñeros miriápodos ciegos que parecían alimentarse de ellas, transformándolas en polvo, y que Tadeo Martín no supo catalogar, su rostro contraído por el pánico. Pánico que aún fue mayor cuando, tras adentrarnos unos metros más en aquella galería inacabable excavada en la roca, descubrimos los esqueletos completos de una decena de seres que debían haber sucumbido eones atrás, y que las condiciones únicas del túnel habían mantenido prácticamente intactos. Fueron los restos de aquellas extrañas criaturas de deformes cráneos, aberrantes extremidades en forma de garras, y colas que brotaban de lo que parecía una mutante columna vertebral, lo que acabó por arrebatarnos definitivamente nuestra voluntad. No eran esqueletos de nada que conociéramos, de nada que hubiéramos podido tan siquiera imaginar en algunas de nuestras más horrendas pesadillas… ¿Qué eran pues aquellos seres? ¿De dónde procedían? Varios de ellos aún mantenían expresiones y gestos de violencia aterradores, como si hubiesen sucumbido en alguna espectacular batalla de proporciones épicas que hubiera tenido su trágico final en aquel insólito lugar, miles de años atrás.
     Debimos abandonar, debimos alejarnos de aquel olvidado lugar y salir de allí en aquel mismo instante. Ignorar lo que habíamos visto y seguir con nuestras anodinas e  insignificantes vidas. ¡Hubiera resultado tan fácil! Más algo había en el túnel que nos impelía a seguir adelante, a buscar el origen de todo aquel perverso acertijo repleto de monstruos y connotaciones cósmicas. Fue entonces cuando Howard Phillips, el experto en Historia Antigua, tras contemplar con detenimiento los esqueletos, se volvió hacia nosotros y, con el rostro cubierto por un velo sombrío de terror, hizo referencia a Agartha. Aquel era, según nos explicó, el nombre que según la tradición oriental recibía un reino subterráneo formado por numerosas galerías interconectadas entre sí que se extendían por toda Asia y el resto del mundo. Su capital, Shambala, situada bajo el desierto de Gobi, era desde donde gobernaba el Rey de aquel universo místico subterráneo. ¿Podía ser esa la explicación a aquel despropósito? ¿Existía realmente un mundo paralelo bajo el subsuelo que desconocíamos y del que sólo habíamos oído hablar por referencias esotéricas?
     No tuvimos tiempo de discutirlo.
     Gardner, que se había alejado unos metros por el túnel, nos avisó a través de los intercomunicadores que habíamos llegado a nuestro destino. Segundos después, su linterna y el resto de los focos de nuestros trajes iluminaron la puerta que yo había visto en el video grabado por el dron de Arkham, hacía de eso… ¿una eternidad? No, tan sólo unas malditas horas. Agité la cabeza, deseando arrancar de mis pensamientos la premonitoria sensación de que debía haber rechazado la oferta de Márquez desde el principio, de que debería haberme encontrado en aquellos mismos momentos sentado en mi acogedor piso escribiendo mi artículo para Life Architecture con un vaso de bourbon junto al teclado del ordenador... Sin embargo, para mi desgracia, había decidido sustituir mi visión idílica de la vida por la contemplación de una arcana y siniestra reminiscencia del pasado más primigenio del planeta. Y, lo peor de todo, era que no me arrepentía de ello.
     La piedra que formaba los dinteles y el umbral de aquel arco de medio punto, tras el cual se escondía la oscuridad más absoluta que jamás antes había podido contemplar, parecía haber nacido retorcida desde el fondo del abismo, raíces rocosas que habían buscado la superficie de forma ilógica, desafiando cualquier ley física conocida. A su alrededor, extraños símbolos refulgían fosforescentes bajo los haces luminosos de nuestras linternas, como si hubieran sido pintados con bacterias fotóforas. María Magariños, la especialista en semiótica, palideció avergonzada al reconocer que aquellos signos no se asemejaban a nada que hubiera estudiado con anterioridad. Y es que, según nos hizo saber, si la escritura cuneiforme sumeria era la más antigua conocida, aquellos singulares símbolos plasmados en la clave, impostas y dovelas de la inusual puerta, debían remontarse a muchos millones de años atrás. Escuchar aquella aseveración nos produjo un vértigo inenarrable.
     Más nuestra exploración de los mundos subterráneos nos deparaba una última sorpresa, la que se ocultaba al otro lado del umbral de la desolación. Me es muy difícil describir en simples palabras la sensación de vacuidad que me invadió al penetrar en la imponente cripta de casi veinte metros de altura, repleta de sillares y columnas abarrotadas de símbolos fosforescentes muy semejantes a los que acabábamos de ver en su entrada. Aquellos pilares sustentaban los amorfos e irregulares techos, ligeramente convexos, de donde se desprendían deformes estalactitas que se retorcían hasta fusionarse con las estalagmitas nacidas del suelo en una terrorífica concepción de lo que podría haber sido una magna obra arquitectónica, pero que había acabado convirtiéndose en una enfermiza construcción cuyo único fin parecía ser arropar la presencia de cinco estructuras ancladas en la roca, como cruces en un siniestro cementerio; cinco discos de piedra en cuya superficie refulgía la misma sustancia fluorescente con la que habían sido escritos los signos y símbolos repartidos por doquier en la cripta. Si bien, a diferencia de lo que sucedía en aquellos, en los discos, de casi tres metros de diámetro, la sustancia parecía fluctuar, ondularse como si estuviera viva, como si un invisible viento rizara pequeñas olas en ella.
    Me acerqué a una de aquellas curiosas estructuras. Gardner también lo hizo, colocándose silenciosamente a mi lado con el ceño fruncido y una preocupada mueca ensombreciendo su anguloso rostro. El verde resplandor que emanaba del disco de piedra se reflejó en el cristal de nuestros cascos para, poco segundos después, como si hubiera advertido de alguna forma nuestra presencia, retirarse hacia los pétreos bordes de la desconcertante composición de aspecto casi orgánico y mostrar una escena tan turbadora que sentí como el corazón me daba un vuelco en el interior de mi pecho. Al otro lado de aquel espejo, una miríada de extraños seres deambulaban por un paisaje que parecía haber sido arrancado de un cuadro creado por la desquiciada mente de un discípulo de El Bosco. En un cielo ensangrentado, cubierto de plúmbeas nubes donde relampagueaban destellos de iridiscentes colores, revoloteaban en formación bandadas de tétricas entidades aladas que se perdían en un yermo horizonte. Las tierras baldías, cenicientas y estériles, salpicada de bocas de lava que escupían flamígeros chorros abrasadores hacia la necrosada bóveda celeste, eran atravesadas por manadas de monstruosos entes de decenas de metros de altura, con articuladas patas de araña y cuerpos de escarabajo, de cuyos palpos colgaban decenas de repugnantes tentáculos que se agitaban como si cada uno de ellos tuviera voluntad propia. De pronto, un ser entró en nuestro campo de visión de forma inesperada, haciéndonos dar un respingo a Gardner y a mí. Aquello acercó su rostro a la acuosa superficie del disco, olisqueándola con los nerviosos apéndices que nacían de su prominente hocico, como si desde el otro lado, desde aquel aberrante mundo creado por una esquizofrénica Alicia, nos estuviera contemplando de la misma forma que nosotros hacíamos con él. Era horripilante, su cuerpo cubierto de coriáceas escamas y unas mandíbulas repletas de afilados colmillos por encima de las cuales un par de bulbosos ojos se cerraban espasmódicamente, devorándonos con una mirada de pupilas reptilianas. Sus garras de nudosos dedos, con membranas interdigitales entre ellos, acariciaron la fluida barrera que le separaba de nosotros y se hundieron en aquel líquido transparente que emergió de repente en nuestro mundo buscando con ansiedad la unión de nuestras manos-garras en una comunión de connotaciones insospechadas. Flaqueé. Por unos instantes, perdida mi consciencia racional en el hipnótico poder de aquellos ojos de reptil que me miraban desde la otra dimensión cósmica oculta tras el cristal líquido, tendí mi mano hacia el ser. Por fortuna, Gardner me detuvo, agarrándome del antebrazo antes de que se produjera el fatídico contacto. El ser enfureció ante el ultrajante gesto, abriendo sus descomunales mandíbulas al cielo mientras lanzaba un mudo grito que se perdió en el infinito.
    Parpadeé, saliendo del trance. Debíamos avisar a los demás, teníamos que hacerlo antes de que cometieran el mismo error que yo.
    Pero no fuimos lo suficientemente rápidos.
    Ana Balasch, obnubilada, sus ojos cegados por la belleza de aquella danza iridiscente que se agitaba orgánicamente frente a ella en otro de los discos, acercó la enguantada palma de su mano y, haciendo caso omiso a nuestros gritos de advertencia, rozó la misteriosa superficie notando con sorpresa como se hundían sus dedos en el fluido.
     Cuando los viscosos tentáculos emergieron de su interior y se le enroscaron en el brazo arrancándoselo de cuajo, esparciendo a su alrededor un rocío enfermizo, su aterrador grito, mezcla de conmoción y horror, nos devolvió a una realidad inesperada y temible. Y entonces todo se desarrolló con la rapidez de un praxinoscopio acelerado donde los fotogramas eran flashes que estallaban en mis retinas sin tiempo para que mi cerebro asimilara lo que sucedía. Una miríada de arcanos seres con cabeza de cefalópodo y mandíbulas como las de primitivos cocodrilos atravesaron los discos, que no debían ser otra cosa que portales interdimensionales donde las horrendas criaturas, en estado latente, habían esperado el momento propicio para conquistar lo que alguna vez debía haber sido suyo, relegados a una condena eterna por alguna otra raza que los había mantenido a raya hasta entonces. En un abrir y cerrar de ojos, mis colegas fueron despedazados por las garras y las mandíbulas de aquel ejército de monstruos surgidos del averno cósmico, mientras Gardner y yo, los más alejados de los portales, emprendimos una alocada y desesperada carrera para abandonar la trampa en la que habíamos caído como vulgares e inocentes ratoncillos. Nosotros habíamos sido la señal que necesitaban para saber que la galería estaba abierta de nuevo tras milenios de cautiverio… Y la mano ejecutora que había descorrido el cerrojo de su eterna prisión.
     Atravesé el umbral con Gardner pegado a mis talones. El corazón me estallaba en el pecho y apenas podía respirar, la voraz horda de criaturas interdimensionales emitiendo indefinibles gruñidos a mis espaldas. De pronto, oí los disparos. Me volví a tiempo de ver al Jefe de Seguridad de Arkham empuñando la pistola con la que se deshizo con certera puntería de algunos de los seres que se encontraban más cerca. Agradecí que la llevara, aunque a todas luces iba a resultar insuficiente para luchar contra aquellos demonios que se amontonaban con voraz desespero los unos encima de los otros intentando salir por la puerta que separaba el túnel de su latente cripta, arañando la roca y lanzando terribles dentelladas al aire. Un descuido hizo que una de aquellas bestias procedentes de otra dimensión alcanzara la pierna de Gardner, haciéndole caer. El hombre gritó de dolor cuando el ser se llevó como recompensa un pedazo de su carne entre los afilados dientes. Un rabioso disparo le arrancó parte de los tentáculos y del cráneo al ser que se había atrevido a hacerlo, pero Gardner supo al instante que no había escapatoria para él. Los ojos del desventurado hombre se encontraron con los míos segundos antes de que un grupo de aquellas alimañas se lanzaran hacia su garganta y le hundieran sus repugnantes mandíbulas en el pecho. En el límite de su agonía, un par de granadas aparecieron como por arte de magia en sus manos. No cabía duda de que Arkham había decidido no dejar ningún cabo suelto. En sus ensangrentados labios pude leer una única y muda palabra: <<Corra>>.
     Sin perder un segundo, me giré y emprendí a toda velocidad el camino inverso al que habíamos seguido para llegar hasta la cripta, buscando la rampa que me llevaría a la superficie. Resbalé, caí, me levanté una, dos, tres veces, pero nunca miré hacia atrás, sabedor de que, si lo hacía, sería incapaz de encontrar fuerzas suficientes para seguir.
    La explosión fue brutal, e hizo vibrar toda la galería artificial excavada por aquellos horribles seres millones de años atrás, cuando el planeta Tierra aún no era más que un espejismo de lo que sería en un futuro. Una nube de polvo de hueso me envolvió nublando completamente mi visión, las luces de mi traje incapaces de penetrar su denso manto. Aún así, lo más aterrador fue el último grito de aquellas criaturas, un alarido colectivo imposible de ser imitado por ser vivo conocido, que atravesó mi cerebro como un estilete al rojo haciéndome sangrar por la nariz y los oídos, y que vibró en cada célula de mi cuerpo, en cada átomo de roca, alzándose a través de la galería que, actuando como caja de resonancia, lo hizo reverberar más allá del tiempo y del espacio, mientras el túnel se hundía a mis espaldas y toneladas de piedra y arcilla ocultaban definitivamente su secreto.
     Malherido, aturdido y ensangrentado, ascendí como pude el poco trecho que me quedaba hasta el túnel principal. A unos treinta metros de la salida intuí sombras que se agitaban, y claroscuros que susurraban mi nombre retumbando en el interior de mi casco. Un suspiro después, perdí la consciencia, con la certeza de que parte de mi vida se había quedado atrapada para siempre en aquella horrenda madriguera.

***

     Han transcurrido tres meses desde entonces.
     Y ahora, tras acabar de escribir este tenebroso legado, enfrentándome a mi propia perdición, me doy cuenta de que me equivoqué al mentirles. Ellos no saben nada de lo que allí abajo aconteció, pues los sistemas de video y audio de nuestros trajes dejaron de funcionar por alguna desconocida razón al atravesar el umbral de la cripta. Por eso lamentaré, lo poco que me queda de vida, no haberles explicado a Márquez y a Pierce lo que en realidad sucedió. Debí prepararles para lo que iba a llegar.
     Aunque jamás pensé que fuera tan pronto.
     Y es que anoche las vi. Cayeron dos en Madrid; unas fugaces estelas resplandecientes que se perdieron en el horizonte nocturno. Las noticias han informado de más colores caídos desde el cielo en otros lugares del mundo. Estamos perdidos. Irremediablemente, la oscuridad de los tiempos se ha cernido sobre la humanidad, y nada habrá que podamos hacer contra esa plaga de criaturas primigenias que eones atrás fueron enviadas de alguna forma desconocida al abismo dimensional. Y es que el grito que se alzó desde la galería subterránea que se hundió en los lindares del averno no era un grito de desesperación o dolor, ni tan siquiera un alarido de muerte, sino tan solo un clamor de triunfo, una señal a sus hermanos, una arenga para iniciar la conquista definitiva.

     La llamada de aquellos que vivían bajo tierra.